Valiente, terapéutica, entrañable, fuerte, dolorosa, conmovedora, esperanzadora, hondamente realista y muy novedosa. Es lo que se me ocurre decir de la puesta en escena que cuenta las historias entre paralelas y medio trenzadas de Marisol Palacios y mi viejo amigo Fernando Verano. Es de esas cosas que uno aplaude con serenidad para irse pensando sobre la propia vida durante un par de semanas que es más o menos lo que calculo demoraré yo en digerir lo que vi.  

Un hondo respeto al misterio de estar vivo flota a lo largo de toda la escena. Es algo tan parecido a lo que cualquiera vive cuando pierde un ser querido, algo tan de cualquiera que se hace propio sin que uno note el arte de filigrana con el que Mariana de Althaus evita con gran elegancia el lugar común para dejarnos un delicadísimo relato, personalísimo y único. No sobra ni falta una palabra, un objeto, una iluminación, una sombra. Como la vida, la pieza ocurre más que representarse. No pretende enseñar algo, o en todo caso enseña lo que la vida enseña, esas experiencias que sellan el alma, que le dan una determinada forma, como la inevitable torcedura de una raíz que encuentra una piedra, algo que no es bonito ni feo, ni bueno ni malo, sólo es, como la vida y por eso es verdadero, bello y bueno como los poemas de Blanca Varela.

Hay una feroz esperanza que alienta a lo largo de las dos horas de confidencias. Una rabia contenida que termina por vencer a la muerte con el recuerdo, con la nostalgia y la serena aceptación del término de nuestros caminos. Porque al final, eso somos, peregrinos, como dice la fe cristiana, viadores que seremos examinados en el amor. Muchas gracias Mariana, Marisol, Fernando y los tres actores, muchas y de corazón.