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Tiempo de mártires

Publicado: 2019-10-22

Hablo muy personalmente, no busco más que expresar lo que veo y cómo lo veo en conciencia.  

Siempre será más importante el anuncio que la denuncia. Es más: la razón de la denuncia es el anuncio. Pues bien, estamos ante sucesos en los que la denuncia es un anuncio de fe, de esperanza y de caridad; y quedarse callado, una posible negación de la fe de la que daré cuenta a Dios.

Los cristianos tenemos por Dios a Jesucristo, Hijo Único del Padre que, sin dejar de ser Dios, por obra del Espíritu Santo, se hizo hombre en el seno de la Virgen María, completamente hombre, para que, participando Él de nuestra naturaleza humana, nos hiciera partícipes de su naturaleza divina.

Este misterio de Salvación, Redención, Justificación, Reconciliación, Liberación o Divinización del hombre en Cristo, fue encargado a los apóstoles, con Pedro a la cabeza. Por la sucesión apostólica ha llegado intacto a nosotros a través de los siglos, navegando por sobre las incontables miserias humanas de las que da cuenta la historia.

Su Causa última es Dios mismo, por eso no está sometido a los vaivenes de la debilidad de nuestra naturaleza caída; ni a las tendencias de pensamiento, siempre cambiantes y caprichosas, de los pensadores de cada época; ni a las modas políticas, ni a las volubles emociones de las masas por difundidas, agresivas o influyentes que sean. Nadie tiene autoridad ni poder para cambiar la esencia de esta Verdad de la que depende la salvación de los hombres. Por eso decimos en la Misa: tuyo es el Reino, el poder y la gloria por siempre, Señor.

Los cristianos no podemos tener por dioses nada que no sea Dios mismo, no podemos admitir, que se ponga otro fundamento para la salvación que no sea Jesucristo. Él es la Palabra definitiva del Padre, la Revelación pública, completa e inamovible, justamente porque es la única y verdadera Novedad en la historia humana y el fundamento del Amor.

Ni la tierra, ni los árboles, ni los bosques, ni los animales, ni la historia, ni las ideas, ni las más ingeniosas obras, ni hombre alguno, pueden ser reverenciados como si fueran sagrados, o venidos de Dios, proponiendo un camino distinto de la Cruz de Cristo.

La tierra es tierra, no nuestra madre, le debemos la reverencia y el cuidado de las creaturas hechas a imagen y semejanza de Dios. Pero se la debemos por razón de que nosotros la habitamos. Es nuestro hogar, hecho también a imagen y semejanza nuestra: sus fealdades tienen que ver con nuestra fealdad y maldad; sus bellezas reflejan al Creador que nos la dio como lugar para compartir y amar. La tierra no tiene personalidad alguna, ni más misterio que los que encierran el espacio y el tiempo. Es expresión de la Sabiduría divina pero no es divina, y, sobre todo, no es superior al hombre.

Es deber nuestro, como hijos de Dios, cuidar la naturaleza que se nos encargó, clama al cielo la injusticia por la que no consideramos el mundo como un lugar de cultivo y amor sino como un campo de batalla entre monstruosos egoísmos. Es un gran dolor que hayamos sometido la creación que Dios nos encargó a la explotación desmedida, la acumulación y la falta de solidaridad.

Pero el camino para revertir esta situación de explotación y acumulación enferma que amenaza nuestro mundo, no será jamás la sustitución de la Verdad de Jesucristo por un discurso ecologista, culturalista o un falso diálogo que pretende sustituir al anuncio de la Buena Nueva. El diálogo verdadero comienza con la escucha amorosa a cualquier persona, piense lo que piense y haga lo que haga, pero continúa con el anuncio del Evangelio al que ella tiene derecho, y, el cristiano, el deber de predicar. Jamás el diálogo puede ser un sometimiento a las tendencias ideológicas del mundo. El cristianismo siempre será una invitación, jamás una imposición. Y, como invitación, puede ser acogida o rechazada. Lo que no podemos hacer es deformarla.

No será el reemplazo de la Liturgia de la Iglesia por ritos ancestrales previos a la evangelización, mucho menos la mezcla de lo sagrado y lo profano, un camino para revertir esta crisis. La profanación de los Sacramentos es una destrucción del mundo mucho peor que cualquier cambio climático. Ellos, todos, contienen el Amor definitivo. Profanarlos es negar el Amor y dejar la naturaleza en manos de la lujuria, la gula, la pereza, la avaricia, la vanagloria, la ira, la envidia y la soberbia, en una palabra, del egoísmo, que toma la forma de estas antiguas pasiones desordenadas presentes en todas las culturas de la humanidad.

No será tampoco, la deformación de la doctrina moral que se sigue de la lógica de la gracia que contienen los Sacramentos. Admitir como válidas, lícitas o naturales, conductas objetivamente desordenadas, sean los argumentos sentimentales, políticos o sociales que se utilicen, solo trae más confusión y conflictos interminables que se introyectan en los corazones de las personas, generando desesperanza y odio a la vida, desconfianza en las relaciones más importantes, manipulación emocional y sometimiento de las personas a los grandes poderes del mundo. La familia es un baluarte fundamental en el rescate del mundo creado.

Lamentablemente hay que decirlo: el Papa mismo ha permitido esta situación. No tengo ni la pretensión, ni las luces, ni el derecho para juzgar intenciones: ahí están los hechos macizos, las palabras consignadas, la ambigüedad de su predicación y los signos claros. Ruego fervientemente a Dios que yo sea el equivocado y no el Pastor que Él mismo nos dio, pero en conciencia y de corazón, lo que vemos hoy contradice en innumerables manifestaciones el Depósito de la fe que Jesucristo encargó a sus apóstoles. Y ni el Papa tiene derecho a contradecir su contenido. Su tarea es conservarlo para alcanzar la Salvación de Jesucristo a los hombres, no acomodarlo al mundo.

Pido de corazón a todo el que lea este texto que ore profundamente por el Papa, por la Iglesia, por mí y por él mismo. Este tiempo es tiempo de mártires, de testigos que por la gracia de Dios convierten su sangre en la tinta con la que se escribe la Verdad de Jesucristo para las siguientes generaciones. A los cristianos no se nos prohibe tener miedo, Nuestro Señor mismo lo tuvo, lo que no se nos permite es actuar movidos por el miedo a decir la verdad y proclamar el Evangelio que recibimos en el Bautismo. Esa es nuestra herencia, la única que justifica nuestra vida en este mundo engañoso.

Vale la pena meditar en estos días las palabras de Santa Catalina de Siena, doctora de la Iglesia, y tener su mismo espíritu:

Dulce padre mío, con esta dulce mano le ruego y le solicito, venga a desconcertar a nuestros enemigos.

En el Nombre de Jesucristo crucificado le digo: niéguese a seguir los consejos del demonio (...). Responda al Señor quien lo llama a sostener y ocupar la silla del glorioso pastor San Pedro, cuyo vicario ha sido usted. Y alce el estandarte de la santa cruz; dado que al haber sido salvados por la cruz -así dice San Pablo- alzando su estandarte, que a mi entender es refrigerio de los cristianos, seremos librados de nuestras guerras y divisiones, y muchos pecados, el pueblo infiel de la infidelidad.

Carta al Papa Gregorio XI

Santa Catalina de Siena: ruega por nosotros.


Escrito por

José Manuel Rodríguez Canales

Soy profe de teologías. Hice muchas cosas, RPP entre ellas. Hago teatro. Como manda Jesús, amo a la gente, buena o mala, el amor no separa.


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